Aquellos segundos tiempos en el Manzanares. Mi primer partido en el Calderón

 

Vicente Vallés @VicenteVallesTV

 

12“Papá, hoy juega el Atleti”. Es domingo por la mañana. A las cuatro y media de la tarde rodará el balón. La mítica hora taurina, la de los poemas en honor a los toreros caídos en la plaza, es la de las cinco de la tarde. Pero cuando empezaban los años 70, al fútbol se jugaba a las cuatro y media. Y todos los partidos a la vez.

“Este domingo también trabajo, y no saldré a tiempo”. El padre se lo tenía que repetir a su hijo cada día de partido, porque no se quería dar por enterado. Sí, trabajaba. Y, sí, salía tarde. Pero, quizá no tanto. Semanas antes, se había hecho socio del Atleti en las viejas oficinas de la calle Barquillo, aunque sabía que iría a muy pocos partidos debido a su turno de trabajo. Cuando llegó a casa se lo dijo al chaval. Y al chaval se le disparó el pulso: “¿y mi carnet, papá?”. No había carnet para el pequeño atlético de la casa. Pero lloró durante 48 horas consecutivas hasta que consiguió el suyo.

El trabajo terminaba pasadas las cinco. A lo más que podían aspirar era a ver el segundo tiempo del partido, y eso corriendo mucho. Lo que hiciera falta. El padre se llevaba a su hijo. Mientras él trabajaba, el chico se quedaba en el viejo SEAT 850 de color rojo escuchando el partido por la radio. Terminado el trabajo se iniciaba un rallie por las calles de Madrid hasta llegar al estadio, dejando el coche aparcado en tercera o cuarta fila en la cuesta del Paseo de la Ermita del Santo, al otro lado del río. Y, desde allí, el hijo se agarraba de la mano del padre para alcanzar a todo correr y sin resuello las puertas del fondo norte. “¡Hemos llegado al segundo tiempo! ¡Qué grande, Papá!”

Eran domingos de transistor apoyado en la oreja y marcador simultáneo Dardo. Aún no existían los marcadores electrónicos en los huecos del estadio. Allí, desde lo alto del fondo norte, mirábamos a lo alto del fondo sur, donde un panel raquítico nos informaba en tiempo real de que Licor 43 había metido un gol en casa de Phillips, y que Danone perdía dos a cero frente a Camisas Ike, las que tenían tres largos de manga por talla. Y el hincha que no se había traído la radio preguntaba a gritos a los demás si, por suerte, Danone era el Madrid. Pero no; tampoco ese día había suerte.

Lo bueno es que el Atleti ganaba casi siempre. Si el gol no lo metía Gárate, lo metía Ufarte. Y si no, allí estaba Luis para transformar, en ejercicio mágico por la escuadra, una falta directa al borde del área. Esas faltas que cuando el árbitro las pitaba, el Calderón bullía gritando a coro “¡¡¡Luis, Luis, Luis, Luis!!!”. Entonces, era sólo Luis. Lo de Aragonés se lo pusieron después, cuando se hizo entrenador al día siguiente de dejar de ser jugador.

Y con él estaba Ovejero. Y estaba Capón. Y estaba Pacheco. Y estaba Irureta. Y estaba Orozco. Y Alberto. Y Adelardo. Y Martínez Jayo. También Isacio Calleja. Y también, Melo. Y las medias eran rojas con vuelta azul. Y el Atleti jugaba al fútbol de cine: al primer toque y al contraataque. Y nos sentábamos a verlo en los asientos de cemento corridos. Con suerte, encima de una almohadilla que, en aquella época, servía sobre todo para que los más irritados las lanzaran al césped desde la grada cuando el árbitro nos perjudicaba. Y si llovía, nos mojábamos. Pero habíamos ido al estadio. Era el nuestro. Estaban limpios hasta los aseos. Y en esa época era el único campo de Europa con todos sus espectadores sentados. Categoría. El campo del Atleti. Era tan nuevo, que ni siquiera se llamaba Vicente Calderón. Aún era el Estadio Manzanares. Nuestro estadio.