by Fernando M.-Vara de Rey de Irezábal
El día que hicimos llorar a Gárate nos despertamos en el eco de las conversaciones de víspera. En el prodigio de una cena que nunca nos atrevimos a soñar, Los 50 habíamos compartido con ellos plática y mantel. Con ellos, con los Titanes del 74. Esta vez vestían pantalón largo, fintaban con las manos aladas, y caminaban al paso quebrado que el padre fútbol reserva a sus escogidos. Benegas te pasa la sal, Irureta alaba los langostinos, Eusebio despliega la servilleta, Ufarte apura una copa de vino. Y Los 50 a su lado, queriéndoles más que nunca.
Algunos de entre nosotros sufrieron el desgarro del 74, otros guardan una memoria nebulosa, los menos no habían nacido. Pero en la herencia de todo colchonero tiembla el dolor del gol intempestivo, late el orgullo de la Intercontinental que supo a bálsamo y a redención, vibra el empaque de aquellos futbolistas que serenaban la melena en la estampa de nuestros cromos.
Y de repente se hicieron piel, corazón, y coloquio. Pensamos una vez más en ellos, les buscamos, nos respondieron. Vinieron. De México, de Argentina, de los rincones de España, de la cavidad más noble de nuestras nostalgias. 40 años después nos encontramos con ellos y les abrazamos -envite de vanidad- en nombre de tantas generaciones de atléticos de pro.
El día que hicimos llorar a Gárate reinaba con azada por cetro el santo Isidro, como aquella tarde de Bruselas que es siempre todavía. En la penumbra de un cine madrileño les aguardábamos, 50 y unos cuantos cientos más que también habían rehusado olvidarles. A la entrada se apostaban, tendiéndoles la mano o una foto de época o un álbum a todo color. No estábamos en el Vicente Calderón pero ascendía el rumor de los grandes partidos, el mismo que se hizo grito al dibujarse en la pantalla el gol majestuoso de Luis. Y volvimos a celebrarlo, los brazos izados con los brazos del Sabio cuya efigie aplaudiríamos con estruendo de feligreses.
Paco Grande y nuestro Petón tomaron el escenario y fueron presentando a cada uno de los futbolistas, rapsodia coral de un partido y de un equipo y de una época. Panadero habló de su digamos contundencia, Ovejero reveló sus dudas entre el balón y los guantes, Eusebio evocaba su marcaje a Müller, Melo revivía la fe del vestuario, Adelardo confesaba su mirada de capitán a la Copa de sus anhelos. Ayala masticó su acento mexicano, Rodri presagió victorias inminentes, Leal desnudaba su escafoides, Reina se iba al Manzanares por bulerías y rugía a millares por peteneras.
Emerge José Eulogio Gárate, destello de humildad y don de elegancia. Nos habla y no nos pueda hablar porque llora de amigo a amigo en el pliegue de cada uno de nuestros hombros. Por las noches oscuras de Heysel, por la ausencia irremediable de Luis y de Becerra y del Toto Lorenzo, por el fragor del reencuentro inesperado. Y nosotros le respondemos con lágrimas nuevas desde las butacas que hoy son graderío y lloramos por la patada tóxica que nos privó de más Gárate, por su confidencia, por su ejemplo, por su gloria, por el gozo de sentirnos del Atlético de Madrid.
El día que hicimos llorar a Gárate, Los 50 y quienes nos arroparon sentimos el honor de brindar una ocasión de regocijo y un caudal de justicia romántica a los Titanes del 74. Ellos son nuestra juventud o nuestra infancia, nuestro patrón o nuestro empeño. Ayer les admirábamos por su arte y por su brío, hoy comprendimos que su apacible humanidad les vuelve definitivamente campeones.