by Ennio Sotanaz @Enniosotanaz
FC Barcelona 1 – At. Madrid 1
El último partido del Atleti en la liga 2013/2014 empezó a disputarse seis días antes, en el mismo momento en el que el árbitro del partido anterior contra el Málaga pitó el final. Lejos de ese Camp Nou a reventar que pocos días después recibiría al equipo colchonero. En la cabeza de todos y cada uno de los que conforman ese ente abstracto que denominamos Club Atlético de Madrid. En la cabeza del Cholo y en la de mi primo. En la de Koke y en la de mi hermano. En la mía. Con la cara congestionada y el ánimo encogido en un improvisado nudo marinero, decidí entonces aislarme del mundo oficial, nada más abandonar el coliseo colchonero y hasta que llegase ese último partido. No fue difícil. He aprendido a vivir tranquilamente sin necesitar saber lo que “opinan” los conductores estrella de unos medios de comunicación que no saben qué hacer con esta molesta versión de Atlético de Madrid que les ha tocado sufrir. Pero mientras en mi cabeza se producía una batalla silenciosa entre buenos y malos, una sangrienta batalla campal entre fantasmas de un futuro aterrador, leyendas contaminadas del presente más distorsionado y el espíritu de las navidades pasadas, en la cabeza de los jugadores del Atleti, sin que lo supiéramos, se gestaba el heroico guión de la batalla de las batallas. La mejor metáfora posible con la que explicar al mundo entero esta forma de vida, tan distinta y pasional, que voluntariamente hemos elegido vivir. Esa maravillosa novela de héroes y valientes en la que la sensaciones etéreas que conforman la personalidad rojiblanca, trabajo, pasión, fe, equipo, alegría, fidelidad y compromiso, se transformaban por fin en una objeto tangible y precioso que podemos tocar: el título nacional de liga.
Eran las seis de la tarde de un soleado día en Madrid, y otro soleado día en Barcelona, cuando comenzó el partido. En la grada casi 100.000 culés arropaban a su equipo, aislando por el camino a ese testimonial puñado de esforzados colchoneros que, muy cerca de las nubes, pudo acudir al evento. No fue muy elegante, tampoco en esta ocasión, una dirigencia blaugrana que no parece estar a la altura de su afición. Pero fuera del estadio, millones de personas tenían los ojos puestos en el mismo sitio a través de una pantalla de plasma o de un tubo de rayos catódicos. En mi caso, porque el destino es así de caprichoso cuando quiere, lo hacía además compartiendo sillón con el mítico Panadero Díaz, héroe del 74, académico de Racing y un tipo excelente. Para todo existe una razón en la vida pero creo que no es el momento ni el lugar de explicarla.
El Atleti saltó muy bien al césped. Concentrado. Intenso. Serio. Manteniendo una presión alta y obligando a jugar al equipo catalán en su propio campo. Las dos escuadras se estudiaban durante los primeros minutos pero quizá los del Cholo ganaban a los puntos. Las sensaciones eran buenas en el lado madrileño. Los colchoneros (por alguna razón vestidos de amarillo) se veían fuertes y los del Tata no acertaban a encontrar su juego. Apareció así la primera ocasión clara de contrataque para los de Simeone. Un tres para tres en el que el balón caía a la banda izquierda con espacio para la carrera de Diego Costa. Pero Diego Costa no corrió. Echándose la mano al cuádriceps hizo el internacional gesto de haberse lesionado y el corazón de los atléticos se resquebrajo como un hojaldre seco. Sus lágrimas eran las nuestras. La cara demacrada de un Simeone que trataba de animar los espíritus era también la nuestra. El Atleti acusó el golpe anímico y eso ayudó a que el Barça empezase a jugar más cerca de la portería de Courtois. En esa posición apareció un robó agónico de los madrileños que acabó con el balón en los pies de Arda Turan. Cesc decidió parar la posibilidad de contragolpe por lo civil o por lo criminal y en la disyuntiva optó por incrustar la rodilla en la cadera del jugador otomano. Pocos minutos después era el jugador turco el que salía del campo entre lágrimas desconsoladas. No había pasado la media hora de partido y el Atleti ya estaba sin sus dos mejores jugadores con dos cambios realizados. ¿Qué más podía pasar?
Pues pasó. El drama colchonero alcanzó su clímax poco después cuando un mal control de Messi con el pecho dejó un balón suelto dentro del área de Courtois para que Alexis, encomendándose a la Virgen de las causas imposibles, empalase el balón de su vida. Un balón que se coló por la escuadra izquierda del portero belga como una exhalación. Un gol que entra una vez entre mil, sí, pero que entró, para delirio de los miles de blaugranas que se agolpaban en la grada, justo el día que tenía que entrar. En ese momento los aficionados del Barcelona se veían campeones de liga. Por delante en el marcador, con un campo encendido y con un Atleti más que diezmado. Los últimos minutos hasta el descanso fueron de hecho una prolongación de la agonía rojiblanca con el equipo del Tata tocando a placer en la frontal del área frente a un equipo que se defendía como podía y que no se encontraba en ningún momento.
No sé lo qué ocurrió en el vestuario de Simeone durante el descanso del partido pero daría un brazo por haber estado allí. La charla, los gritos, las lágrimas… lo que fuera que dijese el astro argentino, su equipo técnico o sus jugadores damnificados. El qué, el cómo, el cuándo… No lo sé y jamás lo sabremos. Por mucho que nos cuenten supuestas filtraciones me temo que todas ellas quedarán siempre en la categoría de la leyenda. Sólo hay una realidad y es que el Atleti saltó al césped a morir. A jugar. A ganar. A base de fuerza, entrega y físico pero también a base de talento y fútbol. Robando el balón al Barcelona, obligándoles a jugar en su campo y siendo mejores. Mucho mejores. Aturdiendo al rival a base de corazón y juego. Me he sentido esta temporada muchas veces orgulloso de mi equipo pero en ese momento no podía estarlo más. Ese era Atlético de Madrid con el que soñamos. El verdadero. El de mi abuelo, el de mi padre, el de mi hermano y el mío. El valiente, el justo el poderoso. El que aparece en mis fantasías y del que hablo a los incrédulos cada vez que tengo ocasión.
Avisó Villa, con un tiro escorado desde la izquierda que se estrelló, otra vez, en el poste con Pinto ya batido. Pero el premio no tardaría en llegar. Córner sacado desde la derecha que va dirigido con precisión de cirujano a un centro del área en el que se está dilucidando una cruenta guerra por ganar la posición. Mientras en la tierra los mortales se pelean por ganar un centímetro cuadrando, en el cielo apareció el escudo del Atlético de Madrid transformado en un jugador con la forma de Godin. Aupado por el espíritu de los corazones rojiblancos y especialmente por el de un omnipresente e inconfundible Luis Aragonés, el central charrúa golpeó el balón de cabeza, con toda la rabia y la furia que dan 18 años de espera, para que el balón consiguiera besar la red. La montaña de jugadores felices que se formó enseguida encima del uruguayo es la montaña de abrazos que se formó en mi casa y en la casa de todos los que nos alegrábamos por ese gol. Es la montaña de alegría que cubre Madrid desde ese momento. Un gol que valía una liga. La liga. La nuestra.
Desde entonces hasta el final el partido se convirtió en una agonía para unos y otros. Unos, vestidos de blaugrana, que se notaban incapaces, que veían como el colegiado anulaba un gol a Messi por fuera de juego a pocos minutos del final y que sentían como el partido se marchaba sin poder remediarlo. Otros, de rojo y blanco, que, más que por el juego del rival, se veían amenazados por el ingrato, injusto y probablemente inexistente fantasma de El Pupas. Esa losa manipulada y estúpida que nos ha penalizado durante tantos años. Un fantasma que desapareció sin dejar rastro, si es que alguna vez lo tuvo, en el mismo momento en el que el colegiado pitó el final del partido.
La celebración se la dejo a ustedes. Es suya. Cada uno recordará ese momento especial de una forma distinta y así es como debe ser. Desde un Tiago bañado en lágrimas hasta un Panadero Díaz con el que me abracé como si fuésemos conocidos de toda la vida. Lo éramos, de algún modo. Me quedo con el estadio blaugrana aplaudiendo al campeón (un gesto propio de otros tiempos que por supuesto les honra). Me quedo con un Simeone dando la rueda de prensa con todo su equipo técnico, volviendo a dar otra lección de lo que es un excelente entrenador de fútbol. Dentro y fuera del campo. Me quedo con un equipo histórico que ya nunca nadie nos podrá quitar. Me quedo con un título de liga que es mucho más que un triunfo deportivo. Es el triunfo del bien sobre el mal. Del esfuerzo sobre facilidad. De la imaginación sobre el dinero. Del romanticismo sobre las indefectibles leyes del mercado. De los que estamos aquí siempre, en las buenas y en las malas, desafiando la lógica del que no ha entendido nada.
¡Alirón, alirón, el Atleti es campeón!