Cholo jugaba en el Madrid y nos marcó tres. Mi primer partido en el Calderón

 

Santi Riesco @AtletiBlogIndio

 

14La primera vez que fui al Calderón fue con un madridista. En serio. Y no jugaba el Atlético de Madrid de la primera división, sino el Atlético Madrileño que derrochaba coraje y corazón en una Segunda donde también estaban los filiales del Barcelona y el Athletic. Fue un derbi contra el mejor Real Madrid B de la historia. Por aquel entonces aún era el Castilla.

Una amiga de mi hermana tenía un hermano que apenas salía a la calle. El fútbol no era su fuerte y le costaba tener amigos. Ignoro si ambas cualidades tenían relación directa con su filiación vikinga. Hoy se le podría considerar como un ‘friki’, pero en el San Blas de los ochenta sólo recibía insultos, collejas y un bulling callejero que te cagas. Tampoco sé si su simpatía por el otro equipo de Madrid tenía algo que ver en esto. Pues bien, por aquella época yo ya era un poco raro. Era rojiblanco, quería ser perrero y hacía cosas increíbles como, por ejemplo, acompañar a este chaval a comer espaguetis a casa de sus tíos –que vivían en Herrera Oria- antes de acercarnos al Bernabéu para ver al Castilla de Butragueño, Míchel, Pardeza y Martín Vázquez. El portero reserva era un tal Elola y siempre nos poníamos detrás de su portería en los calentamientos porque, en ocasiones, nos echaba algún balón que acabábamos llevándonos a casa. Yo vivía en San Blas. Eran los años ochenta.

Lo cierto es que me encantaba cómo jugaba al fútbol el Castilla, pero  yo era rojiblanco desde el seno materno. Del Sporting de Gijón por parte de la familia de mi madre carbayona y del Atlético de Madrid por parte de la de mi padre merengue. Me pasaba como con lo de ser perrero, que cuando me enteré que recogían a los animales para matarlos, aborrecí ese trabajo para siempre.

Llegó el día del partido. El Castilla iba líder. El Madrileño no tenía opciones de nada; pero un derbi es un derbi. Y allá que fuimos el inadaptado cervatillo y un servidor. Fue entrar en el estadio y querer quedarme allí para siempre. Nunca me había sentido así de en mi sitio en ninguna de mis repetidas visitas al campo de Concha Espina.

Había menos gente que en el Bernabéu, pero infinitamente más ambiente. La gente gritaba. Todos cantaban, se levantaban, gesticulaban. La grada estaba viva. Era como si el equipo y los aficionados fueran una misma cosa. En aquella época nadie llevaba la camiseta, pero el escudo siempre ha ido por dentro. En Chamartín todos iban vestidos de calle, todo era gris. En el Calderón había bufandas, banderas, gorras y hasta paraguas de colores. El rojo y blanco destacaba sobre las gradas corridas de cemento gris.

Nos sentamos muy cerca de los banquillos para evitar a los nacientes grupos ultras que ya se ubicaban en los fondos. Los del Frente Atlético en el sur, con muchísimas banderas. Los Ultra Sur en el norte. El césped olía a recién cortado. Era un domingo por la mañana. Hacía sol de primavera pero íbamos abrigados. En el descanso los ultras se cambiaron de fondo. Al hacerlo se cruzaron en el lugar donde estábamos sentados. Y nos pilló en medio una algarabía de carreras, gritos y palos. Eran los años ochenta.

Yo era un chico de barrio, del San Blas donde acababa Madrid y comenzaban las eras. No había cumplido aún los trece años, fue un 25 de marzo de 1984. Un derbi de segunda. Ese fue mi debut en el estadio. Un partidazo de fútbol en un ambiente de pasión desbordado. El árbitro expulsó a dos de los nuestros. Nos marcó tres goles un tal Cholo que no era el nuestro, y casi remontamos en un final de infarto. La cosa acabó 2-3. Ese año el Castilla fue campeón de Segunda y el Madrileño terminó decimocuarto. Ese día descubrí que aquel era mi sitio, que los que habían perdido eran los míos y que caer derrotado dándolo todo era mejor que ganar de regalo.