Circuncisión mandinga. Mi primer partido en el Calderón

 

Jorge Lera @jorgelerabox

 

09“Venga, hombre, no te lleves ese sofocón. Y ánimo, eh, que no pasa nada”. Me lo decía con una sonrisa mientras me ponía cariñosamente la mano en el hombro. Sabía que él también estaba tocado. “¡Pero cómo que no pasa nada, jopé, qué sabrás tú! “, pensaba yo. Lo de jopé era porque yo tenía ocho años y no decía todavía palabrotas. Acabábamos de perder la final de la Copa del Generalísimo contra ellos. Por penaltis y de manera injusta e inmerecida. No le respondí. Sabía que era alguien muy importante y, además, mi padre me había contado que fue precisamente él quien nos facilitó unas entradas tan difíciles de conseguir. Quería expresarle que agradecía lo que estaba intentando pero no fui capaz de sonreírle.

¡Mi primer día y una final contra ellos! Como un órdago a la grande de primeras dadas o un salto en paracaídas sin adiestramiento previo. Como ceremonia de iniciación a una nueva vida, a la altura de la circuncisión de Kunta Kinte siguiendo el ritual mandinga. Quizá los más jóvenes no hayáis visto la serie Raíces, pero os podéis imaginar la traumática experiencia del púber africano cuando vio por primera vez el tremebundo cuchillazo ceremonial y, tras atar cabos, se dio cuenta de en qué iba a consistir la cosa.

Y así fue como me planté con mis padres en el Vicente Calderón, emocionado, ilusionado y, como si de la Primera Comunión se tratase, perfectamente engalanado para la ocasión: bufanda, gorra y bandera. Mi padre, barcelonés y barcelonista, quiso hacerme ese regalo viendo lo atlético que había salido yo. Con el tiempo, cosas de nuevo del amor paterno, él se iría haciendo mucho más del Atleti que del Barça. Mi padre era un maniático de la puntualidad así que llegamos muy pronto. “Parece que hemos venido a barrer”, solía decir cuando llegábamos a algún sitio con excesiva antelación. Aunque en este caso imagino que quería que disfrutara plenamente de todo el ambiente previo ¡Y qué bonito que se veía el estadio según nos acercábamos!

Ya dentro, observaba todo, inquieto, expectante, nervioso. Mi madre me entretenía contándome la de veces que fue al Metropolitano con sus primas. Unas pioneras. Me hablaba de Ben Bareck, Escudero, Aparicio, Silva, Juncosa…Gracias a ella sé que indiscutiblemente el jugador más apuesto que jamás haya pisado un campo de fútbol es Marcel Domingo. “¡Era para verlo, tan guapo y elegante, con su jerséis de angorina azul cielo o amarillo limón!” me contaba. “Corre, Jorge, mira allí”, interrumpió. Me señalaba una de las esquinas del estadio. Como entonces no había marcadores electrónicos, desde donde estábamos, en la tribuna alta tirando hacia el fondo sur, se podía ver perfectamente la carretera que luego pasaba por debajo de nuestras localidades. Se acercaba despacio una larga hilera de coches. “Son escoltas, y en ese coche del centro va Franco. Es un Rolls Royce”, me explicaba mi madre.

Del partido tengo impresiones, fogonazos, imágenes, recuerdos. Lo primero que experimenté gozoso es que tenemos la equipación más bonita del mundo. Ver por primera vez el rojo, el blanco y el azul de nuestros jugadores en contraste con el verdor del césped es un espectáculo en sí mismo. Nada que ver con la de ellos, de blanco insípido, que no inmaculado.

Recuerdo que jugamos mucho mejor pero que el partido, con prórroga, acabó en empate porque nos birlaron dos golazos. El primero, un impresionante chutazo de Benegas que el árbitro invalidó por un fuera de juego posicional de Irureta, que no intervenía en la jugada. El segundo, un cabezazo de Becerra que su bigotudo portero saco claramente de dentro. El árbitro… Aquí es donde podría quedar bien decir lo de ese árbitro de cuyo nombre no me quiero acordar. No sería sincero. Urrestarazu se llamaba el de negro, el que nos guindó los dos goles, el que nos quitó la final. El que a mí me impidió vivir una victoria en mi bautismo en el Calderón. Como para que se me olvide su nombre. Urrestarazu.

Si no existiera esa absurda norma de que en la Copa del Generalísimo no se permite jugar a los dos extranjeros de cada plantilla, les habríamos ganado seguro, pensaba yo. Nuestros argentinos, Ayala y Heredia, son infinitamente mejores que sus dos alemanes. Al final, perdimos por penaltis. Yo tenía confianza ciega en Reina, que era mi ídolo. Un jersey verde de portero con el escudo del Atleti, exacto al que lucía él en los partidos, ha sido el mejor regalo que jamás he tenido y el que más ilusión me ha hecho en toda mi vida. Venía acompañado de un pantalón corto azul alcolchado y unas medias rojas con la vuelta blanca. Se lo pedí a los Reyes Magos. Más tarde supe lo mucho que tuvieron que hacer mis padres para convencerles de que me lo trajeran. Pero Reina no acertó con los penaltis y sí su portero, el bigotudo, que junto con Urrestarazu fue el mejor de ellos. Disgustazo.

De lo de la entrega de la copa ni me enteré, que bastante tenía con lo mío. Sí recuerdo ver al día siguiente en la tele que el siete de ellos subió al palco a recoger el trofeo. Al dueño del Rolls Royce se le veía muy contento. “Todo está atado y bien atado”, parecía pensar. A su lado, con un llamativo collar, aplaudía sonriente su mujer, la que lavaba con Ariel según esa cancioncilla que tanta gracia me hacía cuando la cantábamos en el cole. Yo era un niño y no lo podía evitar. Cada vez que veía a la señora me entraba la risa imaginándome la escena. Esta vez no.

La vuelta resultó bastante dura. Pero saliendo del estadio empecé a sentirme inundado por un extraño y reconfortante  sentimiento de orgullo. Bueno, extraño entonces, porque desde ese día hasta hoy me sigue acompañando intacto. Mucho más, si cabe, en los peores momentos. Igual que al mandinga Kunta Kinte. No mucho después, mis padres volvieron sorprenderme un día de verano. Íbamos a ser socios del Atleti.

Ha pasado mucho tiempo y en el Vicente Calderón, junto a los míos, he reído, llorado, cantado, sufrido y me he emocionado. Las alegrías han sido inmensas y las celebraciones inolvidables. También los batacazos y disgustos. De todo, como en la vida. Pero en esas ocasiones, y sabéis de qué hablo, en los que la Diosa Fortuna, tan blanca y tan cabrona ella, nos ha sacudido con especial saña, vuelven a resonar sus palabras, “venga, hombre, no te lleves ese sofocón. Y ánimo, eh, que no pasa nada”, porque con el tiempo entendí su verdadero significado. En esos momentos, siento  de nuevo su mano sobre mi hombro y revivo esa manera tan llena de cariño y de ternura con la que me consolaba Enrique Collar en mi primer día en el Calderón. Cierro  los ojos y aprieto los dientes  por un instante. Levanto la cabeza, y orgulloso, le devuelvo la sonrisa.