Recuerdo cuando de pequeño iba al fútbol con mi padre, con mi tío y mi primo y con un señor ya mayor, que era vecino nuestro. Domingo sí, domingo no, nos calábamos de forofismo y nos marchábamos al Calderón armados con nuestra variada suerte de bocadillos para el descanso. ¡Qué grandes tardes! Mi primo y yo jugábamos a ser futbolistas de verdad. Yo, por supuesto, era Gárate. Él, que siempre se decantó más por las palomitas, ejercía de Reina. .. Cuando el Aleti ganaba, subíamos a casa contentos, subíamos la cuesta del cementerio de San Isidro haciendo regates a las farolas y chutando con cada bote que encontrábamos en nuestro camino. Nuestros padres y el señor mayor que era vecino nuestro redundaban comentarios sobre las jugadas y se excitaban ensalzando las bondades del juego de Ufarte, de Calleja o de Collar, pero quien más se emocionaba era, sin duda, el señor ya mayor que era vecino nuestro.
Por el contrario, cuando el resultado del partido no había favorecido al equipo de nuestro amores, ni mi primo, ni yo driblábamos farolas, ni los botes recibían nuestros punterazos certeros, sino que caminábamos cabizbajos junto a nuestros padres y al señor mayor que era nuestro vecino, mientras les escuchábamos convertir en lamentos su disgusto. La cuesta del cementerio se nos hacía más empinada, y más tedioso el camino dependiendo de los goles que hubiéramos encajado. Recuerdo a mi padre triste; a mi tío cariacontecido, y al señor mayor que era vecino nuestro, hundido hasta lo más profundo de su alma. Nadie como él vivía más las victorias del Aleti, nadie como él lloraba tan amargamente las derrotas. Para colmo de males el Real Madrid solía haber ganado. .. como siempre. “No pasa nada. No se lo tome así Don Joaquín, que tampoco se acaba el mundo” -solía comentarle mi padre cuando salíamos del portal-. “Pues si se acaba el mundo que se acabe. .. a mí ya todo me da igual”, contestaba él mientras se sacaba las llaves de su eterno pantalón de tergal gris.
Es que ganábamos de vez en cuando. Que si una liguita aquí, que si una copita allá, que un torneíllo. .. Se iba llevando mal que bien lo de ser del Aleti. Pero a partir del 77. .. a Don Joaquin, el señor ya mayor que era vecino nuestro, le pilló un frío a traición un domingo cuando por la mañana bajaba la cuesta del cementerio camino del estadio para ver un partido del Atlético Madrileño. Desde entonces, permaneció en cama, sufriendo los avatares de su equipo por la radio o la televisión, incorporándose con cada “uy” o cada “gol” o hundiéndose un poco más en el colchón de muelles un poco más con cada aproximación al área del equipo contrario, con cada tanto encajado. Año tras año, Don Joaquín se deterioraba un poco más a causa de sus dos males: el que le vino como consecuencia del aire traidor y el que le acarreaba el Aleti, liga tras liga, en su persistente carrera hacia la nada.
Mi primo ya no juega a ser Reina, se casó y tiene una preciosa hija. Mi mujer no comprende como sigo teniendo una foto de Gárate en la mesa de mi despacho, junto a la suya. Mi padre murió sin volver a ver al Aleti acabar la temporada el primero y a mi tío ya no le interesa el fútbol. Don Joaquín está cada vez peor, debe tener ya cerca de los ochenta, apenas ve, oye muy poco y no puede hablar porque se ahoga. A veces, cuando vuelvo al Calderón me paso a verle y le cuento cómo ha estado el partido. Creo que no se entera. Ayer le visité también. Le contemplé inerte en su cama, con la mascarilla de oxígeno sobre la angulosa cara. Le cogí la mano, se la levanté y le grité: “Don Joaquín, hemos ganado la Liga”. Su hija, al despedirme, me dijo triste que era una pena, pero que no se enteraba de nada, pero a mí me pareció que a través de la mascarilla de plástico sonreía ligeramente y que de sus ojos cerrados se le escapaban dos lagrimitas. A lo mejor no.
Y es que en mi familia somos del Aleti. Mi padre nunca nos explicó a mi hermano Carlos ni a mí por qué íbamos los domingos a ver ese equipo y nosotros jamás se lo preguntamos. Se iba al fútbol y se iba al Aleti y, pueden creerme, no sufríamos. Resulta extraño como, ya de pequeño, uno aprende a llevar el paso cambiado con respecto al resto de tus amigos o compañeros del cole, como, en innumerables ocasiones, careces de esos argumentos irrevocables del deporte que son las victorias para enredarte en la dialéctica, siempre vulgar, de lo futbolístico.
Conozco perfectamente esa sonrisa maquillada de incomprensión, fatalidad y leve tristeza que se le dibuja a mi hermano cada vez que encajamos un gol o perdemos un partido que teníamos que haber ganado, porque la cara de mi hermano debe de ser mi espejo. O al contrario, la intensidad del brinco como un resorte, la emoción en la voz al cantar un gol y el sosiego placentero tras el pitido que indica el final de un partido ganado. Porque mi hermano y yo no estamos acostumbrados al alirón constante, ni simpatizamos con equipos Disney, ni paseamos orgullosos camisetas blancas con escudo los domingos para ir al cine (que manda huevos) y la única novena que conocemos es la que hacía nuestra abuela en la iglesia de San Sebastián, en Carabanchel. Porque somos del Aleti. .. y nos gusta.
Convivimos con lo de estar siempre a punto de algo, acarrear una forzosa humildad, y aunque parezca mentira, incluso estamos acostumbrados a aparecer siempre en la décima página de los periódicos deportivos, a hacer fichajes incomprensibles, a ser de barrio, a ganar de vez en cuando, porque también nos gusta ganar. ..
Mi hermano y yo criticamos a nuestros jugadores con humor y nos reímos ante las torpezas a pesar de que nos duelan un poquito. Nuestra madre no. Ella, cuando ve el partido por la tele y el Aleti va perdiendo, apaga el aparato y se va a la cama. “Anda y que les zurzan”. Pero lo pasa mal, que no es que sufra.
Ahora tengo una maravillosa hijita de tres años que saber tararear tangos de Triana y el himno del Aleti, aunque todavía no comprende muy bien lo que significa. En mi casa hay dos bandos y ambos intentamos arrastrar hacia nuestro flanco al retoño, pero, hasta ahora, la única que saca beneficios es ella. Cuando quiere chuches o ver una peli o Coca Cola se acerca sigilosamente y me susurra al oído:- Papá, te voy a decir un secreto. Soy del Aleti. Si no consigue su propósito, cambia de confidente, se va hasta su madre y emplea la misma estrategia: – Mamá, soy del Madrid.
Pero sé que mi hija tiene espíritu artístico y que disfruta con pequeños detalles y que, a pesar de ser aún pequeñita, tiene un patente y agudo sentido del humor y que quien la llevará al fútbol seré yo y no me preguntará por qué somos del Aleti. Irá al estadio con su padre y yo no le explicaré por qué vamos a ese campo y no sufrirá y de vez en cuando se le dibujará esa media sonrisa maquillada de incomprensión, fatalidad y leve tristeza cuando encajemos un gol. Mi hija no dará el éxito por supuesto y se alegrará más con las victorias de su equipo, porque sabrá que a los atléticos todo nos cuesta un mundo. Mi hija comprenderá que las cosas que se consiguen con esfuerzo proporcionan una mayor satisfacción y no necesitará acercarse con sigilo hasta mi oído para susurrarme “papá, soy del Aleti”, porque yo ya lo sabré.
SIEMPRE ALETI!
Juan Luis Cano @juanluiscano