El Calderón que es mi casa. Mi primer partido en el Calderón

 

Amalia Blanco Lucas @AmaliaBlanco2 y Adolfo Blanco Lucas

 

19Cuando escucho el verso de Sabina no puedo dejar de pensar en que esto para mí es literalmente cierto. En el Calderón he reído, llorado, me ha abrazado con los míos, haciendo familia de verdad, he comido, he cenado, he fumado, he dormido, he estudiado exámenes y hasta he llevado el pijama puesto. Cuando en el año 74 mi hermano y yo sacamos buenas notas, responsables que éramos, pedimos como regalo a mis padres que nos hiciesen socios del Atleti. Mi padre sacó cuatro abonos: para él, para Adolfo, para mí y un cuarto para mi madre, que la verdad iba pocas veces. Ella prefería quedarse en casa, cuidando a mis hermanas pequeñas (somos seis), escuchando la radio y rezando para que las cosas fuesen bien y volviésemos contentos. Ese cuarto abono era todo un comodín. A veces invitábamos a amigos, otros venía nuestra hermana María José, que jamás supo una palabra de fútbol, aunque su marido e hijo son colchoneros a morir, como no podía ser de otra manera en nuestra familia. A veces con ese cuarto abono, muy pocas, venía mi madre y disfrutaba mucho aunque se ponía muy nerviosa porque es más atlética que ninguno, es de las que llora cada vez que escucha el himno o lee los estupendos artículos de este querido grupo de Los 50.

Las entradas eran en la tribuna superior, no veíamos el palco que quedaba a nuestros pies, pero veíamos, porque eran muy centraditas, maravillosamente los partidos y el marcador simultáneo “Dardo”, algo esencial en las tardes de fútbol, especialmente cuando al Atlético no se le daban bien las cosas y era más divertido ver a través de las claves patrocinadoras Tervilor, Colchones Flex, Reloj Radiant, San Miguel, Okal, Cinzano, Finisterre (Seguros Generales)…, que mi padre había cuidadosamente recortado del periódico del día, la evolución de los otros partidos de liga. Qué emoción los segundos mirando ese marcador simultáneo cuando había anunciado un penalti y qué pocas veces ese penalti era contra el Madrid…

Ir al campo era toda una liturgia. Mi padre es un hombre puntual, muy puntual, muy puntual… Comíamos a las dos los domingos de fútbol, para salir con tiempo y llegar al campo una hora antes de que empezase el partido. Aparcábamos en el descampado de Virgen del Puerto, antes de llegar a San Alejandro, al norte del campo, y mi padre dejaba el coche bien enfilado para evitar el atasco y ser los primeros en salir del barullo post partido. Tras el café obligatorio en el primer bar de la esquina enfilábamos el camino del estadio, donde teníamos tiempo para estudiar, leer, ver llenarse el estadio (menos las esquinitas junto a los boquetes, que sólo llenaban el Madrid y el Barsa) y hasta a veces bajábamos a las inmediaciones del palco a ver famosos. Por entonces los jugadores no salían a calentar, así es que había que esperar hasta menos cinco para ver a alguien vestido de corto. Qué frío daban: en noches de invierno de la Copa de Europa mi madre nos ponía, además de doble o triple calcetín (imposible mover los dedos de los pies), el esquijama debajo para sobrevivir la humedad gélida del Manzanares, majestuoso río que está muy lejos del Bernabeu…

Partidos había de todo tipo, pero el tono y calorcito de mi padre iba a depender del número de goles que marcásemos, ya que sólo daba un trago del coñac de su petaquita cuando alguno de los nuestros acertaba entre los tres palos. Lo que siempre había es un hombre que gritaba cada quince minutos a Alberto, porque le parecía lento, o más adelante al pobre Mínguez, que nunca acabo de convencernos a nadie. A veces sufríamos hasta el último minuto y sentíamos que el partido se iba a decidir ahí, pero daba igual cómo estuviese el partido. Mi padre se levantaba en el minuto 87 y bajábamos a toda velocidad para ser los primeros en llegar al coche. Si no era un partido decidido y sobre todo si estaba Rubio en el campo, qué escurridizo y estupendo extremo, vaya zurda, cuánta habilidad con el balón y cuántos penaltis dejaron de pitarle, nos quedábamos de pie en la esquina norte confiando en el milagro. O no, si mi padre decidía que no. Más de una vez escuchamos un atronador y gozoso GOOOOOOL cuando ya estábamos en la calle. Y también alguna nos enterábamos que se había escapado un punto por un gol rival tardío, cuando ya en el coche, encendíamos la radio. Imprescindible final de la liturgia dominical futbolera. Llegábamos a casa escuchando las crónicas y entrevistas a pie de campo y en los vestuarios (Héctor del Mar, José María García, Joaquín Prat…), desando ver en el Estudio Estadio si ese penalti clarísimo no pitado lo era también para la moviola y ver repetidos los goles de los maravillosos delanteros que tuvimos, empezando por Gárate, gran ídolo familiar que a mi hermano le mandó por correo una foto dedicada y con quien, años más tarde, coincidí en una boda. Qué grande José Eulogio, el ingeniero del área, sin olvidar a los Ayala (Rubén Ratón), Becerra (pobrecito), Ufarte, Luis y un poquito más tarde, el inolvidable Leivinha, vaya debut contra el Salamanca, esas bicicletas…

Por Dios, que alguien diga de una vez por todas que los mejores brasileños de la historia han vestido de rojiblanco, eso da para otro artículo. Gente seria, austera, nada payasa, respetuosa con los rivales, profesionales alucinantes como Luiz Pereira – sonrisa, talento, nadie como él nos hacía sentir tanto pánico, porque nadie como él era capaz de ponerse a regatear en su propia área a delanteros rivales con gran frialdad -, Dirceu, Alemao, Baltasar, Donato, Filipe Luis o Juninho, pobre Juninho… Nunca perdonaremos a ese rubio jugador del Celta que lo cazó por detrás y acabo con él, ya sabéis de quién hablo y dónde acabo jugando…