by Fran Estévez @FranOmega
Mi primer partido como socio lo comparto con Helena Platas, y fue un Atleti-Barça de octubre de 1982, al día siguiente de entrar oficialmente en la Familia Atlética junto a mi amigo Carlos Yepes, y entre medias estuvieron aquellos partidos a los que me invitaron, bien un directivo que se llamaba José María Pascual, durante “la casi Liga de Cabeza”, en la 80-81, bien los muchos que viví junto a Juan Niño y su padre, recorriendo Madrid de punta a punta y aparcando en el terreno que había junto al Estadio. Pero el Día-D había llegado antes.
Al contrario que muchos, quizás la mayoría, entre ellos mi propio hijo, yo surgí por generación espontánea, sin ningún ascendiente atlético conocido –aunque tendría que investigar, porque en Los 50 originales había un Estévez- y, por eso, mi primer día en el Calderón se lo debo a Manuel del Brío, un compañero de trabajo de mi padre, que me llevó con uno de los abonos de su familia, en tribuna superior baja, a un Atlético de Madrid-Real Zaragoza de Liga, que se celebró el 18 de enero de 1976. Curiosamente, fue el precedente de la Final de Copa que se celebraría unos meses más tarde, y que ganamos por 1-0, gracias al legendario último gol de Gárate.
Sin embargo, aquella tarde no jugó don José Eulogio, y ese fue el único disgusto que me llevé en un día glorioso pues, cuando busqué con la mirada al 9, descubrí que no lo llevaba mi ídolo, sino el bigotudo Ignacio Salcedo, a quien inmediatamente cogí manía, la misma irracional tirria que un año después le tuve a Rubén Cano, por tener el valor de usurpar el 9 rojiblanco que, en mi infantil -¿o a lo mejor no tan infantil?- mente, sólo tenía derecho a llevar el Ingeniero del Área quien -¡ay!- también era conocido por sus “rodillas de vidrio”, dada su propensión a caer lesionado con relativa frecuencia y perderse muchos más partidos de los que debería. Uno de ellos, el de aquella soleada, pero fría, tarde de enero.
Años después, no tuve más remedio que quedarme pegado al sillón cuando vi por primera vez “Fuera de Juego” (Fever Pitch), película de David Evans inspirada en el libro de Nick Hornby porque, cuando la cámara refleja la primera entrada en el estadio de fútbol de Luke Aikman (que interpreta la versión infantil del personaje encarnado por Colin Firth), esos planos coinciden exactamente con mis recuerdos: el verde intenso del césped, el colorido rojiblanco, el griterío, el humo de los puros y esa cara bobalicona de felicidad, que no me abandonó en días. ¿O fueron semanas?
Por cierto: ese joven actor cumple años un día antes que yo, cosa que hace un poco más graciosa mi identificación con él.
Aquél Atleti fue, y sigue siendo a día de hoy, el equipo que más me ha entusiasmado en mi vida. Con algo más de madurez, podría haberlo disfrutado aún mejor, pero ya fue mucho lo que me ilusionó entonces.
Sobrevivía la base de la primera alineación que me aprendí y recité de carrerilla, cuando fuimos Campeones de Liga en el 70, de Gárate a Adelardo, pasando por Alberto, Salcedo o Eusebio y la plantilla, que se había ido renovando paulatinamente con las incorporaciones de figuras de la talla de Capón, Leal, Marcelino, Reina o Panadero Díaz, mientras iban cayendo títulos como la Copa del 72 y la Liga del 73, había juntado a cuatro cracks internacionales, fichados en dos veranos consecutivos, en dobles parejas como en el póker, Ayala y Heredia, Luiz Pereira y Leivinha, para componer un equipo de ensueño, con Luis Aragonés en el banquillo.
Aquella tarde faltaron dos estrellas de esa constelación. Además de Gárate, tampoco jugó Heredia y el Atleti salió con Reina, Marcelino, Capón, Panadero Díaz, Luiz Pereira, Eusebio, Alberto, Leal, Salcedo, Leivinha y Ayala. Ganamos 2-0, con goles de Leal y Ayala y, en homenaje a mi origen gallego, el árbitro fue el coruñés Carreira Abad.
Recuerdo como si fuera hoy aquél día. Mi padre me llevó a casa de su amigo, y desde allí fui en su coche, en un viaje tan ilusionante por la entonces recién estrenada M-30, que se me hizo muy largo, con su mujer, que siempre me pareció guapísima (tiempo después, descubrí que me había cedido gentilmente su abono para que disfrutase de aquél partido), mientras su hijo y yo jugábamos a ver quién se sabía más jugadores del Atleti, y en qué puesto jugaban, y qué número solían llevar.
De mi primera llegada al Estadio Vicente Calderón, caminando por el Paseo de los Melancólicos, recuerdo las banderas y las bufandas porque, entonces, casi nadie llevaba camiseta y la gente vestía muy elegantemente para ir al fútbol, incluso con corbata en muchos casos, lo que en realidad me pareció siempre muy coherente, muy a la altura del acontecimiento que íbamos a presenciar.
Y luego, tras subir de dos en dos las escaleras por el entusiasmo y la ansiedad, mientras el Sr. Del Brío nos decía “¡niñoooossss!” para que parásemos, llegamos a nuestra localidad y …
Aquella sensación, la descrita un poco más arriba, me adentró en un mundo que jamás podré abandonar porque, de nuevo apoyándome en la genial película inglesa, cuando el padre propone a su hijo ir al cine o al zoo en lugar de al fútbol (¡¡Dios mío!!), porque “creía que ya habíamos superado esa fase”, todos los enfermos de esta pasión habríamos contestado exactamente lo mismo que el niño, con esa mirada displicente:
-Nunca. Jamás superaremos esa fase.