Ennio Sotanaz @Enniosotanaz
Nací un lunes de septiembre cuando los lunes no se publicaban periódicos. Fue un día especialmente feliz para mis padres porque, con esa sutileza tan propia de los que miran por encima del hombro, el galeno que atendió a mi madre durante el embarazo les había alertado de que el niño “podía venir muerto”. Mi corazón seguía latiendo un par de meses más tarde así que el hombre tuvo que cambiar de diagnóstico. “El niño respira, sí, pero puede que venga raro”. En eso acertó.
Faltaban algunos días para el teórico alumbramiento cuando un domingo al mediodía mi madre empezó a tener dolores. Se marchó algo asustada al hospital, pero después de observarla le dijeron que no estaba todavía de parto y que todo era normal. Aun así, prefirieron dejarla ingresada. Hicieron bien. A las cuatro de la mañana mis ojos se abrían por primera vez en este mundo.
Mi abuelo, madrileño de Cuatro Caminos y socio del Atleti, se presentó en el hospital a la mañana siguiente sin saber lo que había pasado. “¿Qué tal andas, hija?”, preguntó con acento castizo. Mi madre abrió las sábanas blancas del hospital y allí apareció su primer nieto. El hombre tragó saliva para ganar tiempo, sujetó el corazón para que no se le escapara por la garganta, aguantó las lágrimas como pudo y se fue de la habitación sin abrir la boca. Todos dieron por hecho que se marchaba a su casa, para contárselo inmediatamente a mi abuela, pero no. No es eso lo que ocurrió. Se fue al Vicente Calderón para hacerme socio del Atleti.
Con esos antecedentes es muy probable que yo mismo pisase el coliseo rojiblanco poco después, pero nadie lo sabe con certeza y yo no lo recuerdo. Es fácil suponer que fuese así porque, en una de esas “rarezas” que ya anticipaba el amable galeno (tengo más), resulta que soy hijo, nieto, hermano, primo y sobrino de colchoneros. En toda mi familia, por todos los lados, no hay nadie que no sea del Atleti a excepción de un pobre primo mío, buen tipo, que dice ser madridista, pero al que en realidad no le gusta el fútbol.
No puedo ser capaz de hablar de la primera vez que técnicamente entré en el Vicente Calderón, pero sí de la primera vez que me acuerdo de haberlo hecho.
Mis progenitores, madrileños ambos, quisieron comprarse una casa que estuviese lo más cerca posible de la Plaza de Chamberí, pero la ajustada economía familiar hizo que ese lugar tuviese que estar localizado en una ciudad dormitorio en ciernes llamada Getafe. Allí crecí feliz entre calles sin asfaltar y viviendas de aluvión, al lado de una carretera de Toledo que cruzábamos a pelo para ir a jugar al otro lado.
Con muy pocos años el Atleti se convirtió en una obsesión. Tenía la equipación, sufría escuchando los partidos por la radio y me sabía todos los jugadores de memoria, pero me faltaba algo. Necesitaba acortar la distancia. Necesitaba verlo en directo. Me decían que ya lo había hecho, de bebé, pero no lo recordaba. Era (y soy) un tipo bastante persistente (coñazo es otro término que podría encajar) así que comencé a descargar mi superpoder sobre la paciencia de mi padre. Él aguantó lo que pudo (y hoy le agradezco que lo hiciera) pero llegó un momento en el que no pudo resistirlo más. Un día apareció en casa con tres entradas. Mi hermano también se venía.
Ir desde Getafe hasta el Vicente Calderón era entonces un viaje. Aquel día lo hicimos con la peña atlética del barrio porque, al no tener coche propio, era la forma más sensata. Fuimos en un vetusto autobús lleno de gente que iba vestida de rojiblanco y que, durante el trayecto, entre cántico y cántico, sorteaba una botella de Anís del Mono. Puede parecer una licencia poética, pero juro por la gloria de Dirceu que aquel día gané la rifa.
La simple llegada a las inmediaciones del estadio ya me impactó. Miles y miles de personas adultas se agrupaban alegres en pocos metros cuadrados. Recalco lo de alegres porque es lo que más me llamó la atención. No era (ni es) normal ver a tanto adulto andando feliz por la calle, pero ese es un detalle en el que sólo se fijan los niños. Aquellos humanos que yo veía desde la ventana del autobús parecían felices simplemente por el hecho de estar allí. Hoy creo que sigue ocurriendo lo mismo y no entiendo por qué no explotamos más ese rasgo tan distintivo. Somos una afición feliz, por mucho que los que controlan el volante de este mundo no lo entiendan. Lo somos porque no condicionamos nuestra felicidad a valores estocásticos. Porque sabemos que la alegría se encuentra en el camino y no en un final efímero que vete tú a saber si llega. Porque somos felices de ser como somos y no de como dicen que deberíamos ser. Porque no necesitamos comprar el pase VIP de Disneylandia para pasar una tarde estupenda de domingo.
Me moría de ganas por entrar cuanto antes pero mi padre se empeñó en dar antes una vuelta completa al perímetro del estadio. Fue fantástico. Un baño de afición y perfume rojiblanco que sigo sin poderme quitar de encima. Hoy suelo hacer lo mismo cuando llevo a alguien por primera vez al campo.
Entramos. Teníamos entradas en el primer anfiteatro del lateral. Enfrente del palco. He tenido abonos en muchas partes del estadio, pero cada cambio ha sido siempre para intentar acercarme a ese primer lugar. El mejor (para mí). Hoy mi asiento está exactamente allí y cada domingo entro por la misma puerta por la que entré aquella primera vez.
Subimos al estadio por unos pasillos que no han cambiado mucho desde entonces. Después de mirar por la terraza exterior y ver la riada de gente que seguía llegando nos quedamos junto a las escaleras que dan acceso al vomitorio. Notábamos el ruido creciente que venía desde la grada, pero no podíamos ver lo que estaba pasando al otro lado. ¿Por qué nos quedábamos allí parados? ¿Por qué no entrábamos? No entendía nada. Los nervios me estaban comiendo por dentro pero mi padre, colchonero patológico, sabía lo que estaba haciendo. Quería que aquel día fuese especial. Que nuestra primera imagen fuese tan impactante que la pudiésemos recordar para siempre.
Lo consiguió.
Entré por primera vez a la grada del Vicente Calderón con el estadio lleno de gente, diez segundos antes de que los jugadores saltasen al campo. Levité. Me impactó absolutamente todo. El verde fluorescente del césped recién mojado, el ruido de la masa al recibir al equipo, el olor a puro y a humanidad, los cánticos de la gente, la figura elegante de los futbolistas correteando por el campo, los rollos de papel higiénico volando desde las gradas y ese rojo y blanco que lo inundaba todo. Juro por la gloria del negro Cabrera que recuerdo cada segundo de aquel momento como si lo hubiese vivido ayer. Morí de amor y ahí sigo. Enamorado. Varias décadas después. Así seguiré hasta que dentro de unos días las circunstancias de una vida moderna que no entiendo impidan que pueda volver a mi sitio una semana más.
El partido fue contra el Hércules de Alicante y ganamos uno a cero (con gol del negro Cabrera tras una falta lanzada por Dirceu) pero eso es lo de menos. El Atleti (y el Calderón) estaban ya por encima del resultado.