Álvaro Serrano @alvareison
Probablemente era un día caluroso de agosto del año 1971 -tenía yo entonces seis años- cuando mi padre me dijo que por fin íbamos a hacer aquello de lo que me había hablado durante las últimas semanas. En realidad él ya lo tenía decidido hace tiempo, desde que había venido de un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz hacía unos años para trabajar en Madrid, como tantos emigrantes. Nos hacíamos socios del Atleti.
Fuimos en transporte público a las oficinas de Barquillo, 22. En el periódico que mi padre llevaba bajo el brazo, las noticias de aquella época narraban el hundimiento del techo de un hotel en Benalmádena; la visita de Breznev a Yugoslavia para entrevistarse con Tito; y el fichaje de Becerra por el Atlético de Madrid. De padre español y madre brasileña, venía de jugar en Argentina en Newells, y hubo algunos problemas con los papeles para poder tramitar la ficha del jugador.
Por eso, muy probablemente mi primer partido en el Calderón fue uno de Liga contra el Sabadell, donde ganamos 5-0 con 3 goles de Gárate, uno de Luis y uno de Becerra en su debut. Una de mis primeras imágenes es la de Ufarte corriendo la banda derecha intentando desbordar a un defensa. Aprendía en esos primeros años a querer a mis ídolos. Uno de ellos Adelardo (pacense de nacimiento, como mi padre) y, sobre todo, a don Jose Eulogio Gárate, la finura personalizada jugando al futbol.
Probablemente lo que más me enamoró del Atleti son sus rayas rojiblancas. El contraste de colores con el verde del césped, en aquellas tardes de sol de los domingos, a veces deslumbrados por su intensidad y a veces nublados por la columna de humo de los puros, que ascendía hasta el primer anfiteatro del fondo sur desde las gradas bajas y las filas delanteras. Hay algo de magnético en esas rayas, que me impedía apartar la vista hacia otro sitio. Yo veía medio partido, porque en realidad solo miraba a los jugadores del Atleti, aquellos colchoneros moviéndose sobre el campo.
Llegar al Calderón era absolutamente excitante. El corazón se aceleraba por la emoción y el esfuerzo cuando subíamos las escaleras hacia nuestros asientos, muy centrados detrás de la portería. Siempre nos sentábamos muy pronto, y me daba tiempo a saborear aquellos momentos previos con todos los sentidos. Me fijaba en los dibujos que proyectaban las sombras de la tribuna ye-yé en el verde, en cómo estaban de tensas las mallas, en cuándo empezarían a poner por los altavoces el himno, en los jugadores calentando (perdón peloteando, que era lo que se hacía entonces), en intentar identificar a los jugadores del contrario para ver si tenía el cromo correspondiente, en contar el número de espectadores que acudiría al estadio, en el marcador simultáneo Dardo, en los banderines rojiblancos de los córneres, en las banderas de los demás equipos de Primera División en lo alto del lateral, en los vendedores de bebidas, en el escudo del Atleti en los boceles. Otra vez más, todo en su sitio.
¡Y empezaba la magia, el balón corría, Adelardo, Ufarte, Luis…Gol de Gárate!! Me encantaba ver moverse la red, y a Jose Eulogio levantando los brazos para celebrarlo, pero casi como si pidiera perdón, como si le diera pena por el contrario. Con esa modestia y esa gallardía que ha demostrado siempre hasta nuestros días. Probablemente aquel primer día tardamos en volver a casa, hasta poder cruzar los puentes del Manzanares que nos llevaran a nuestro Aluche natural. Y sentiría el cansancio del niño que, excitado por las emociones, se rinde al final al sueño, como tantas veces ocurrirían después. A partir de aquellos primeros días aguardaba ávido, cada mes, la llegada del cobrador del Atleti con los cupones numerados que daban acceso en la puerta a cada partido.
Y después vinieron Ayala y Heredia; y Pereira y Leivinha; cracks que se nombran por parejas. Y luego tantos y tantos más en esa época gloriosa de los 70.
Probablemente nunca vuelva a ser tan feliz como aquellos días de mi niñez.
Lo que no es probable, lo que es seguro, cierto e inmutable, es que desde aquellos días respiro Atleti por cada poro de mi piel, y que el Estadio Vicente Calderón ha sido mi casa. Hoy se me hace un nudo en la garganta al pensar en no poder volver. Es de alguna manera una sensación de orfandad y de tristeza; aunque ésta sea la consecuencia de todas las alegrías y emociones vividas anteriormente.
Lo que es seguro, cierto e inmutable es que nunca olvidaré ese estadio en el que un día aquel niño, una noche de abril de 1975, se sintió por una vez Campeón del Mundo.