by Juan Luis Cano @juanluiscano
Desde que descendimos del avión que nos trasladó desde Casablanca, en Marruecos, hasta Bangui, en la República Centroafricana, un ambiente cálido, húmedo y ácido nos envolvió. Reinaba el caos en el viejo edificio. Muchos militares, demasiados militares, ataviados con una decena de uniformes de colores y diseños diferentes, pululaban de un lado a otro, se gritaban entre sí, dando órdenes que nadie parecía obedecer. Abrían y cerraban maletas sospechosas de nada, buscando quizás, tan solo, algún billete que despejase toda fingida desconfianza. Nuestro grupo había despertado algún recelo en alguno de los uniformados. No querían periodistas por allí, porque quienes esconden maldades prefieren la oscuridad. Tras unas horas de espera, sin saber que el Prefecto de Bangassou, zona a la que nos pretendíamos a dirigir, hacia gestiones con los militares para que nos permitieran la entrada al país, sobrevolamos medio país a bordo de una avioneta. Atravesamos bosques inmensos, ríos y poblados, que desde el aire nos ofrecían la imagen de un territorio que se adivinaba rico y bello. Pero desde arriba no se ve la miseria, ni las congojas. Las alturas disimulan el dolor y la tragedia que una vez abajo, comprobamos que estrangulaban a la población.
Desde la pista de aterrizaje de tierra apelmazada en medio de la selva que sirve de aeropuerto en Bangassou, hasta la Misión del padre Juan José Aguirre, que se iba a convertir en nuestra casa durante los siguientes diez días, atravesamos poblados conformados por chozas de adobe y techos de paja. Surgían entre la frondosidad verde del bosque, a nuestro paso, gentes humildes, que sonrisa al frente, agitaban sus manos para saludar a los desconocidos que, a toda velocidad, rompían la calma del lugar.
Apenas llegados a la Misión comenzamos nuestro periplo. De la mano del obispo Aguirre, conocimos la realidad de un pueblo ingenuo, bueno e inculto, asaeteado por una cascada de desgracias que no le han dejado levantar cabeza desde hace ya demasiado tiempo. La guerra, las enfermedades, la pobreza endémica, la desnutrición, la incultura y la injerencia de los extranjeros avaros, que solamente llegan para aprovecharse de sus gentes y de las riquezas que atesora aquella tierra, son el día a día del país. Solamente existe un paliativo: La bondad y la entrega de gente que lo deja todo por ayudarles, hombres y mujeres como Juan José Aguirre que cambió la tranquilidad y el bienestar de su Córdoba natal por la peligrosa lucha, el acecho de la enfermedad y el riesgo constante de su propia vida, tan solo por intentar mitigar el dolor de quienes lo sufren arrojados al desamparo.
Llegamos allí porque supimos que este obispo del bien tenía un huequecito en su corazón hecho para albergar un sentimiento mucho más ingenuo, más intrascendente, si se quiere. Supimos que era del Atleti. Nos contaron que cuando juega su equipo, se sienta en un rincón de su humilde casa africana, sintoniza radio exterior de España y se emociona con los avatares rojiblancos. Ese fue el primer motivo que nos impulsó a ir hasta Centroáfrica, hasta lo más profundo del continente que sufre en soledad… Contar cómo era la vida de Juan José Aguirre, el cura atlético que se deja la piel en el terreno de juego, intentando que la justicia se vaya abriendo hueco en un territorio hostil.
Al poco rato de que nuestro avión de vuelta despegara de Bangui, la situación se agravó peligrosamente en el país. La intransigencia de unos y otros y el ánimo de venganza que había afilado los machetes desde tiempo atrás, comenzaron a hacer de las suyas. La prensa no hace demasiado caso a las penurias de los desheredados y poca gente se entera de lo que sucede por allí, pero nosotros sabemos que hay un hombre, un cura cordobés de alma rojiblanca, que mantiene a raya a la crueldad.