Mi bufanda del Milan

 

by Carlos J. Treviño

 

160506-BufandaAgonizaba la primavera de 1988, irrumpía el verano.

Yo estaba a punto de cumplir 17 añitos y me fui de tour por Europa en el viaje fin de curso de tercero de BUP. La primera noche paramos, que no dormimos, en Lloret de Mar y aquello para un adolescente novato era toda una experiencia.

Como no podía ser de otra manera el fútbol también estuvo presente. Era la Eurocopa del 88, Alemania e Italia nos habían eliminado. Luis todavía no nos había enseñado a mirar a los ojos de las potencias futbolísticas europeas con ambición de victoria. Un pub escocés, lleno de alemanes, pero sobre todo de holandeses, y también de holandesas, porque no decirlo. Aquel día me hice de la Naranja Mecánica, lo adopté como mi segunda selección en Europa. Me enamoré de aquel equipo, de Van Breukelen, de los Koeman, pero sobre todo De Rijkaard, de Gullit y por encima de todos, de Van basten… aunque supongo que las holandesas del pub también tendrían algo que ver en aquel hechizo. Aquella noche Holanda ganó a Alemania la semifinal con gol de Van Basten casi al final, después de remontar en el último cuarto de hora. La magia del fútbol una vez más.

Aquel verano, el emergente Milan de Berlusconi fichó a Rijkaard, y allí se unió a Gullit y Van Basten, formando un equipo de ensueño con los Baresi, Maldini, Donadoni…  Habían ganado el scudetto el año anterior y la semifinal de la Copa de Europa les citó con el innombrable. Aquel equipazo borró al Madrid de la Quinta con un increíble 5-0 en San Siro, hizo virutas el sueño de aquella generación de ganar la Copa de Europa, virutitas como las que desprendían aquellas gomas Milan de nuestra infancia.

Aquel verano, le tocó a uno de mis mejores amigos ir de viaje fin de curso a Italia y le pedí que me trajese una bufanda del Milan. Me la compró en la Piazza del Duomo. Una bufanda negra con la leyenda “Forza Milan. Campione d’Italia” en rojo, una estrella amarilla al centro y el escudo bordado en los extremos. Una bufanda preciosa, distinta a las que se solían ver en Madrid entonces, y a mí me encantaba lucirla en el Calderón, en el fondo sur donde habitaba en aquellos años esporádicamente cuando mi maltrecha economía de estudiante me lo permitía.

Por supuesto aquella bufanda me acompañó a la final de Copa frente al Mallorca, cuando Alfredo nos regaló el primer título que vi ganar al Atleti en directo. Cuatro años antes ya había vivido la decepción en la Romareda, cuando Ramos Marco, vergüenza eterna para él, no tuvo reaños de pitar aquel penalti a Julio Prieto en el último minuto.

Al año siguiente, mi bufanda volvió al Bernabéu, para ver como dos genios y un Sabio nos daban la satisfacción de ganarles la Copa en su casa, tras una temporada magnífica en la que hubiéramos sido también campeones de Liga, si aquel balón travieso no hubiera rebotado en el muslo del inmenso Abel permitiéndole al Barca empatar a dos en el Calderón en un partido que merecimos ganar.

Y mi bufanda siguió viniendo conmigo al Calderón durante la mayoría de la década de los 90, con sus claros y sus sombras, con su doblete y su viaje al infierno. Pero empezaba a parecer cansada, tanta emoción empezó a llenarla de pelotillas y decidí que había que dosificarla. A partir de entonces sería mi bufanda de las finales, como mucho la llevaría a algunos partidos muy decisivos. Siguió viendo títulos, conoció Hamburgo, estuvo en Neptuno la noche del Godinazo en el Nou Camp, celebró de nuevo en el Bernabéu hasta que nos apagaron las luces el ganarle una nueva Copa a los vecinos, esta vez ya con mi hija. También volvió de vacío de Sevilla, de Valencia o del Nou Camp.

Y por supuesto, estuvo en Lisboa. Enjugó mis lágrimas saliendo del estadio, abrigó mi incredulidad, el no poder comprender que nos había pasado otra vez, solo que esta vez era incluso peor. Enfrente estaba aquel equipo, perdón quise decir grupo, vestido de blanco fantasma. Es curioso, al blanco se le ponen calificativos como roto, crudo, fantasma… Es necesario añadirle el rojo, para ponerle pasión.

Aquella triste noche nos alojamos en Montenor-o-novo, a unos 30 kilómetros de Lisboa en dirección a Madrid. El hotel estaba en medio de una extensa finca rural. Llegamos a las dos y media de la mañana, agotados, tristes, hundidos, que no rendidos. Me desperté a las siete y media, no podía dormir. Me levanté, me duché, me puse otra camiseta limpia de mi Atleti y me fui a pasear por el campo. Y allí lo vi claro: No tardaríamos mucho en volver a jugar otra final de la Copa de Europa, no sé si tardaríamos un año, dos , cinco, diez… pero no volverían a pasar cuarenta años para volver a vivir “El Partido”, y cuando volviéramos, esa, tendría que ser la buena. Tras aquel paseo, se acabó la tristeza. Me vine arriba e intenté trasladar mi optimismo, con limitado éxito, a mis compañeros de viaje.

La parte final de esta historia… bueno, en realidad el final está por escribir. Así que digamos, que esta historia, la historia de mi bufanda del Milan, continúa el año pasado cuando el Barca le gana a la Juve y me entero que la final de este año es en Milan. No puede ser verdad, ¡en Milan!, ¡en San Siro!, ¡no es casualidad!… Y tuve una certeza.

El universo es orden en medio del caos y soy de los que cree que el destino está escrito, aunque por supuesto lo ignoremos. Y estaba escrito que a mi bufanda de las finales, le quedaba volver a su casa, a San Siro. Mi bufanda de las finales, no era del Benfica, era del Milan, y espero llevarla a San Siro a cerrar su círculo vital, a culminar su destino, a equilibrar nuestra historia, a tocar el cielo… Porque el universo es orden en medio del caos, y el destino está escrito y cada uno tenemos el nuestro marcado, y por cierto el de Fernando Torres, nuestro Niño, lo empecé a visualizar hace unos dieciséis meses, y creo que no soy el único.

Que seáis felices y sigamos soñando, porque creer, creer, nunca dejaremos de creer.