Mi Calderón, Mi Fondo Sur de toda la vida

 

by Julio Ruiz

 

mi-calderonNo sabía yo que, con el paso del tiempo, el acto de encaminarse desde el barrio de Antón Martin hasta nuestra actual casa («Yo me voy al Manzanares») se iba a transformar (incluida letra de nuestro himno) en un librillo que esconde alguna de estas vivencias que hoy aprovecho para escribir aquí.

Octubre del 66. Terminando el bachillerato antes de convertirme en chico del Preu me separaba de mi tío (que seguía manteniendo su abono del Metropolitano en la escalerilla central de tribuna por donde suben los jugadores al palco si hay que coger algún trofeo) para tener asiento en solitario en cualquiera de los ubicados en la grada del fondo sur. Cuestión de costumbre. Me solía colocar un pelín a la izquierda del palo más cercano a la tribuna. Y allí, temporada tras temporada, consumí esa primera era de abonado del Atleti.

Aquel día no había que darse prisa para comer el cocido dominical porque no tocaba coger el metro hasta Cuatro Caminos. Ya no había Metropolitano. O sea, que, a caerse de la cama, que a una hora un tanto inusual (ni siquiera hoy con este desparrame horario) de las 12,45 echaba a rodar el balón por primera vez en ese estadio del Manzanares al que mi tío Gregorio (mi inductor, que no sé si ya lo habré dicho) me llevó incluso cuando estaban sembrando el césped y no había ni porterías colocadas siquiera. ¿Medio de transporte en aquella matinal? Un poquito andando y otro echando carrerilla. A pie, vamos. No había aún línea 5 (¿me recuerda esto algo acerca de nuestro futuro de locomoción para los que somos peatones y deberemos «viajar» a tierras peineteras?) pero la caminata estaba bien trazada. De Antón Martin a Lavapiés, luego Embajadores, paseo de Acacias abajo y…fin de trayecto.

No fue un día tan soleado ni mucho menos como el de 50 años más tarde. Y los héroes de rojiblanco se estrenaban en un pasto que les debía ser tan ajenos a los que iban todo de blanco, los rivales. Los Luis, Adelardo, Mendoza y compañía se medían a un Valencia que tenían a un pichichi llamado Waldo que las metía casi todas. Metidos en el partido, dos casualidades. Los dos goles, en «mi» portería. En la del fondo Sur. El de Luis Aragonés al que todavía veo dando botes y cantando su diana y el de Paquito, cuando nos habíamos quedado con uno menos por lesión del pulmón extremeño. Por cierto, no deja de ser curioso que años después en mi menester de periodista deportivo (que afortunadamente abandoné a tiempo, hace más de dos décadas, previo al despeñe bufandero actual) tuviera muchas veces a tiro de bolígrafo tanto a Luis (como jugador y mucho más como entrenador) y a Paquito, que dirigió a uno de los mejores Atlético Madrileño de la historia.

No quiero ni pensar que el próximo acto después del soplido de las velas de este pasado día 2 sea cerrar la puerta. Adiós a las estaciones de Pirámides y Marqués de Vadillo, a ese 25 (bus) que no llega nunca, a las tardes y noches de atracón de fútbol (empiezo en los tres puñales y acabo en los chicos del Cholo, arranco en el sobeteo al Cagliari y me detengo en el doblete y, claro, ya sí que me quedo aparcado en esas noches de Champions electrizantes de las que todavía nos queda algún capítulo glorioso que escribir (estaría bien que el Calderón aún tuviera salud para verlo y eso quiere decir… ya)