Sergio Amadoz
Cuando en 2014 ganar la Liga parecía un imposible pero la ilusión se desbordaba.
Atardece dichosamente caminito del río,
sombra difusa de las acacias, aledaños de ilusión.
Atardece y todo en el aire es prolegómeno feliz,
es reguero o avenida,
casi colegialmente muchedumbre.
Oscurece cerca del Calderón y tantos corazones de la mano,
murmullo irrefrenable,
bocinas,
comunión,
el Barça y la Liga entre las cejas: miles de pasos cayendo a compás hacia la orilla.
Anochece y se ve a ese niño en la ribera,
el que suspira y ríe y el mundo gira rojiblanco,
ese niño, aquel, casi temblando de ojalá,
que aprieta la mano de su padre enfilando hacia la noche noche.
Sus ojos, desde abajo, son una pregunta y un incendio.
Sus ojos, los del padre, quieren ser una certeza.
Entonces, cuando franquean la puerta del estadio,
en medio del aroma a verde inexpugnable,
en medio de ese ambiente tan Cholo Simeone,
entienden,
aun sin hablar,
que de tanto partido a partido el Atlético al fin ha hecho camino hasta llegar a este día que es límite o frontera;
y los dos, decididamente, aprenden que ya no hay miedo a dar un paso más.