by Ennio Sotanaz @Enniosotanaz
La imagen es evocadora y todos la llevamos taladrada en la memoria. Andrew Dufresne, enfundado en una impoluta camisa blanca, conduce al final de la película un Pontiac Lemans camino de esa ciudad en la costa de México con la que llevaba media vida soñando desde la cárcel: Zihutanejo. El aire cálido y fresco de esa zona del mundo golpea en su rostro. Un rostro curtido y gastado que en ese momento representa la máxima expresión de la felicidad. Es el rostro del que lo ha pasado injustamente mal, muy mal, pero que ha conseguido finalmente salirse con la suya. Cumplir ese sueño que no llegaba a través de la razón y que tuvo que ser construido a base de trabajo personal, paciencia y tesón. De fuerza mental y de capacidad de aguante. Cuando el sábado pasado el árbitro pitaba el final del partido y la sombra del 4-0 que proyectaba el marcador caía a plomo en todos y cada uno de los rincones del Vicente Calderón, pude ver ese mismo rostro de nuevo. Lo vi en la cara de Arda que nunca pierda la sonrisa por mucho que el rodillo mediático dedique sus recursos a tratar de humillarlo y lo vi en la cara de Gabi o de Juanfran, veteranos en esto de tener que soportar en silencio las deposiciones de los que dirigen el cotarro. Lo vi en Mandzukic y en Torres, fundidos en ese abrazo que se explicaba por si mismo y lo vi en Tiago, en Siqueira o en Miranda, que tienen que escuchar en silencio los insultos que reciben por parte de los cazadores de brujas. Lo vi en Godin, que con los huesos propios hechos fosfatina tuvo y tendrá que seguir aguantando los desdenes y despropósitos del Mainstream, pero lo vi sobre todo en la figura de ese antihéroe contemporáneo llamado Diego Pablo Simeone y al que nunca podré agradecer todo lo que nos está dando.
Decía Molière que aquellos cuya conducta se presta más al escarnio son precisamente los primeros en hablar de los demás y que razón tenía. La repugnante campaña en contra de jugadores y entrenador del Atlético de Madrid, acaecida durante las últimas semanas, ha sido tan bochornosa y torticera como injusta. Especialmente viniendo de un sector, el periodístico, que debería hacer algún intento de autocrítica antes de dar lecciones y tratar de bracear en la supuesta mugre de los demás. Esas formas y esos modos. Ese estilo de pandillero petulante o esa sospechosa facilidad para generar violencia donde no la hay. Los aficionados a este club proscrito en la periferia mediática llamado Atlético de Madrid hemos tenido que aguantar durante semanas la intolerancia de de los soldados del régimen. La humillante persecución de esa masa inerte que necesita su ración diaria de alpiste para no morir de realidad. Como pecadores y herejes viviendo en mundo de perfección plastificada, hemos tenido que salir a la calle portando una enorme Letra Escarlata que dejara bien claro el tipo de gentuza que somos. La marca del delito que dejase claro al común de los mortales, a los que comen la actualidad prefabricada, a quiénes tenían que dirigir su ira. Mirad, ahí va la escoria, los extranjeros, los proscritos, los que hacen trampas. Los violentos. Sí, los violentos. Lamentable. Pero si ha sido terrible para cualquiera de nosotros imagino lo que habrá tenido que ser para los jugadores que tienen la mala costumbre de saltar al césped los domingos vestidos de rojo y blanco.
Pero empezó el partido y el Atlético de Madrid, sí, el Atlético de Madrid, jugó al fútbol. Nada más. Con rabia pero con talento. Con furia contenida pero con precisión. Llegando primero, corriendo más, tocando mejor y siendo mejores. Corriendo y jugando. Mandukic y Griezmann demostrando que se puede ser feliz jugando para el equipo sin dejar de meter goles. Siquiera enseñando lo que puede llegar a ser estando centrado. Saúl haciendo olvidar a Koke y Miranda a Giménez. Moyá viéndo el partido desde el mejor sitio del campo. Teniendo el balón, combinando y tocando. En un alarde de violencia, el equipo fue capaz de meter un gol y luego otro y luego otro y luego otro. De agresiva chilena, de cabeza, de violentísima jugada trenzada, de tiro lejano. Fútbol y fútbol y más fútbol. Pasando por encima de galaxias a base de trabajo. Y acabó el partido sumidos todos en el ensordecedor ruido de una afición entregada, que se ve reflejada a sí misma en ese puñado de jugadores vilipendiados. Ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Así se lo hicimos saber. “orgullosos de nuestros jugadores” gritaba una grada que para entonces ya estaba afónica. Los jugadores del Atleti acababan de escaparse de su particular cárcel, esa en la que los vociferantes directores del circo les habían metido sin merecerlo. Acababan de escaparse y lo habían hecho además de la forma en la que sólo los genios de verdad son capaces de hacer. Creando arte y clavando las rodillas en el suelo. Demostrándole al mundo lo que es jugar al fútbol en equipo. Sin nombres ni estupideces. Sin estridencias ni spots publicitarios. Con coraje y corazón. Con goles. Con talento. Con generosidad y sacrificio. Con trabajo. Con alegría. El luminoso marcaba un contundente 4-0 y los jugadores enfilaban abrazados el camino del vestuario. Acababan de llegar a su particular Zihuatanejo.